

Como si de un cuento de hadas se tratara, Chartres conserva todavía ese halo que te hace sentir en un mundo fantástico ambientado en el medievo, no me extraña que por eso Rodin la llamara la '
Acrópolis de Francia'.
Mientras paseábamos por sus calles sólo los turistas y los gatos interrumpieron el silencio de sus calles laberínticas donde viejas puertas con la pintura cascarillada nos invitaban a abrirlas para descubrir jardines secretos escondidos entre muros de yeso y madera.
El río Eure todavía hoy marca los límites de la ciudad a los pies de la imponente catedral. Lo atraviesan varios puentes, muchos de ellos peatonales, estrechitos, íntimos, los que al cruzar hacen que el tiempo se detenga dándote la oportunidad de disfrutar de unas bonitas vistas, del sonido tranquilizante del agua y la puesta de sol, cuya luz es atributo del que presume Chartres.
Mientras se recorre el casco antiguo es imposible perderse gracias a la señalización que te indica en todo momento el camino a seguir, pero mi recomendación es que te pierdas y dejes llevar, que sigas el río y pasees hasta el cementerio, cerca de él vivió Picassiette, un viejo barrendero de la ciudad que aprovechó su trabajo para recoger la cerámica que después convertiría su pequeña casa en un palacio, con trono incluido. Hoy es algo parecido a un lugar de culto, colorido, original y apartado del bullicio.
Pero de Chartres hay que destacar su Catedral. Considerada una obra maestra del gótico y declarada Patrimonio de la Humanidad, acentúa aún más si cabe ese ambiente medieval de la villa que os mencionaba al principio. Arbotantes, esculturas de piedra, y escaleras que conducen a lugares que jamás los visitantes podremos descubrir, nos deja boquiabiertos cuando nos acercamos a ella. Lo mismo ocurre cuando nos adentramos, la arquitectura que se eleva sobre nuestras cabezas y las vidrieras y la luz que las atraviesa, embelesadoras e hipnotizantes hacen inevitable querer llevarse una foto como recuerdo.
Es también dentro donde un laberinto dibujado por los adoquines pasa desapercibido, sobre él se colocan las sillas de los fieles que acuden a misa y éstas sólo se retiran los viernes para que todo aquel que lo desee pueda recorrerlo al igual que lo hicieron los peregrinos de antaño en busca de la verdad y en meditación sobre el bien y el mal. Su simbología ha dado lugar a numerosa historias que ya nadie podrá corroborar.
Yo no lo recorrí porque preferí sentarme a contemplar uno de los mejores ejemplos de la arquitectura gótica, dejarme seducir por la luz que atravesaba el rosetón de la fachada oeste e imaginar como fueron los tiempos en los que la catedral se levantaba piedra a piedra, mientras se tallaban las esculturas que decorarían las portadas y los campesinos, desde los campos, la veían elevarse hacia los cielos.
FOTOGRAFÍA:
LauraDG